por Luesmil Castor Paniagua
Amar puede convertirse en un ritual esquizofrénico donde los recuerdos vivan siendo asesinados por el sobresalto de lanzarse a la dejadez de la muerte. Pasar (tú) el humano, de cierta comodidad de la vida a la mudanza de una sombra existencial; a un día embriagado de la nada, es como odiarse el vivir entre postales de angustias y agua ardiente; sería la ironía de ver la ciudad como una cárcel intangible cuyos barrotes son los dedos diestros para describir y escribir en el poema los fantasmas y el deshilamiento de la angustia.
El día que lo conocí, la tarde atragantaba espasmos de lluvia, y él, en su garganta, tufo de alcohol (una especie de lluvia acida, para humedecer los fantasmas de su interior) … y la voz pausada del maestro Villegas pareció retumbar entre las paredes de las viejas casas coloniales de aquella Calle del Conde perimetral de onirismos poéticos.
A mí, siempre en lo particular me distinguieron las conversaciones del poeta Víctor Villegas, uno de los prominentes de la Generación del 48, ese día que hablamos tocamos la figura de Luis Alfredo Torres, dentro del movimiento generacional y al son pausado de su voz me dice:
—Pues mira, si lo quieres conocer, no muy lejos de aquí lo vamos a encontrar…avanzamos una corta distancia y casi llegando al inicio de la calle El Conde la que recién habían inaugurado como Calle Peatonal, con grandes tarros que daban vida a bellas y pequeñas matas de palma y sentado a piernas cruzadas en el borde del primer tarro allí estaba la figura del poeta, de inmediato, desde el lateral de la cafetera el poeta Villegas me dijo: —ese que ve allí. él, es el poeta Luis Alfredo Torres.
Corría el año de 1985, lo recuerdo porque había dejado el barrio de Los Mina, para instalarme en mi primera vez en la zona Colonial, en un pequeño hábitat del Callejón de Regina, Luis Alfredo era un “condero pertinaz”, aquel poeta, sin dudas una de las voces de mayor prestancia y de la más fundante de la Generación del 48. Y fue así, como topete con una de las plumas que a nuestro humilde juicio escribió importantes y determinantes poemas que van desde corte líricos, otros en onda del territorio de los bates malditos, otros tantos llenos de sentimentalismo y profunda angustia existencial, en fin, fue un poeta que dejo una impronta imborrable en el ámbito de la literatura dominicana.
Desde entonces, me era común encontrarme con el poeta barahonero, conversábamos de cuando en vez, y como celaje, me parece ver casi siempre su silueta diminuta y encorvada sobre su bastón de sostén del cojear de su pierna ulcerada, mientras se arrinconaba, sobre el borde de uno de los tarros, que en medio del Conde Peatonal trajo consigo la modernidad de actuación turística.
Durante siete años consecutivo le vi casi diario por el Conde, allí en su tarro preferido al inicio de la calle casi al frente de la inolvidable cafetería Paco abierta 24 / 7. Ya en sus meses últimos, lucía un rostro acabado, como si en los surcos de su casi amarillenta cara, bailaran las malas noches de tabernas y cantinas, y, por sus poros se sudará el etílico alcohol que bebieron sus años mozos y los del momento.
Sí, allí, de piernas cruzadas, se quedaba por horas sentado de manera ensimismada, ido del mundanal ruido y murmurando no se sabe qué verso entre sus labios y no hay porque esconderlo, era lastimoso y deprimente verle allí cada tarde-noche para quienes le conocíamos y sabíamos el talante de poeta que lentamente se moría en aquel cuerpo ataviado de espanto.
Y uno de esos días dolorosos fue la tarde-noche que lo vi quedarse bajo la pequeña lluvia que rápida y pertinaz llegó de repente y mientras todos corríamos a guarecernos bajo los laterales, él se quedó incólume en su asiento de semi-Dios cultivando su ritual poético en aquel llover condiano. Hoy, en una mayor madurez, pienso, que pudo ser en aquel instante que la memoria del agua llevara un canto en la garganta del silencio y solo él, podía quedarse a enjugar en su raída ropa y lacerada piel el líquido fértil del dios Zeus.
Sin embargo, todo lo antes dicho no es obstáculo, para pensar que la poética de Luis Alfredo Torres sea una puñalada ardiente al alma fría del leyente; que con sus herraduras de sueños marca el polvo del silencio que ignora existe en su interior. Y para él, sabedor que la poesía es un rayo intensamente luminoso en medio de la oscuridad de las almas humedecidas del humano lector, por eso, bien se dice que el poeta es un semi-dios, bien que lo sea, pues este crea universos, regala vida a personajes reales o ficticios, crea y sana el dolor, desgarra angustias y crea silencios en medio del bullicio sordo… en fin, hace mortal el tiempo e inmortal las palabras.
Él sabía, que esta isla es una sola estación, que aquí no hay tonos de tiempo como en las partituras de la música; que somos un solo sol, en medio día calcinando la humedad del corazón. Para el poeta, esta isla es un Caribe posado en ojos de murciélagos voladores en ciegas madrugadas. Bien se dice que poesía es inagotable; totalmente inalcanzable al paladar espiritual de la vida común.
1 comentario
El artículo arroja mucha luz sobre la madurez del joven poeta de apenas 17 años y su gran calidad literaria.